17/12/2025

Business is business
B

AGONEY MELIÁN. CEO DE VALTIA FORMACIÓN Y DIRECTOR DE UEBOS COMUNICACIÓN

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Hay frases que sobreviven al paso del tiempo porque encierran verdades incómodas. “Business is business” es una de ellas. A primera vista parece un lema frío, propio de manuales antiguos de gestión, pero quien vive en el mundo empresarial sabe que es, en realidad, una declaración de realismo. El entorno económico, por más amable que queramos pintarlo, es un ecosistema complejo donde las buenas intenciones conviven con intereses, estrategias, tensiones y renuncias. Emprender, dirigir, negociar o construir desde Canarias, como desde cualquier territorio del mundo, exige una doble conciencia: la de la humanidad que uno trae de serie y la del tablero al que inevitablemente estamos sujetos.

Cuando el ADN no es suficiente.

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Muchas personas inician su camino empresarial convencidas de que su ADN, ese conjunto de valores, intuiciones y maneras de relacionarse, será suficiente. Y es cierto que hay elementos que ayudan: la honestidad, la ética del esfuerzo, la ilusión por mejorar la vida de los demás, la capacidad de trabajar con entusiasmo incluso cuando el contexto es adverso. Pero pronto llega la revelación inevitable: esos códigos de base no siempre funcionan en todos los entornos. Hay espacios donde la emocionalidad estorba, donde la transparencia incomoda, donde la nobleza desconcierta más que aporta. No porque estén mal, sino porque simplemente no son útiles en determinados escenarios.

El mundo empresarial obliga a un ejercicio continuo de reaprendizaje. Obliga a revisar creencias, a reinterpretar dinámicas, a aceptar que lo que un día te funcionó puede convertirse al año siguiente en tu principal obstáculo. Nada es fijo, nada está garantizado y, sobre todo, nada pertenece completamente a uno mismo. Esa es quizá la primera gran lección que los emprendedores aprenden con cierta mezcla de sorpresa y decepción.

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El tablero y sus reglas.

Conviene asumirlo cuanto antes: somos piezas de un tablero que no hemos diseñado. Cuando aportamos valor, avanzamos; cuando dejamos de ser útiles a la jugada, corremos el riesgo de ser desplazados. No es personal, aunque a veces duela como si lo fuera. Es estructura, es estrategia, es sistema. Y comprender esto no nos convierte en seres fríos, sino en profesionales más conscientes.

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En el ajedrez nadie discute el sacrificio de un peón si ese movimiento permite proteger a la reina. Del mismo modo, en la empresa nadie frena una decisión relevante por evitar una incomodidad personal. Las organizaciones, sobre todo las que operan a gran escala, se mueven con lógicas macro que superan el alcance emocional de quienes las integran. Y, aun así, este reconocimiento no debería hacernos más cínicos, sino más prudentes.

Aportar valor: la verdadera moneda.

Con el tiempo he llegado a la conclusión de que generar valor es la única manera de sostenerse en este ecosistema. Y hablo de dos tipos de valor. El primero es ese valor casi “bonito”, profundamente humano, que deriva de la intención real de mejorar la vida de las personas, de construir entornos más amables, de aportar claridad, soluciones o crecimiento. Pero existe un segundo valor, igual de imprescindible: el que garantiza tu sostenibilidad profesional, el que te vuelve necesario, el que te integra en la estructura sin que te conviertas en una pieza sustituible al primer movimiento incómodo.

Hablar de rentabilidad, resultados o eficiencia no debería darnos pudor. La economía se sostiene sobre ecuaciones muy concretas, y la empresa, por más romántica que sea la visión desde la que uno la funda, necesita demostrar solvencia. Generar riqueza también puede ser un acto de compromiso social. Crear empleo, sostener un equipo, apostar por proveedores locales, invertir en formación o visibilizar el talento del territorio son formas reales de contribuir al bienestar colectivo.

El peligro de exponerse demasiado.

En esta construcción constante, uno de los riesgos más frecuentes es la sobreexposición. Contarlo todo, mostrarlo todo, entregarlo todo. Pretender que la empresa, los socios, los clientes o los proyectos sostengan partes de nosotros que, en realidad, deberían ser preservadas. La vida profesional te exige energía y claridad, pero no puede exigir tu intimidad. Es una frontera que conviene marcar desde temprano.

El bienestar personal es una pieza estratégica. Los amigos, la familia, el descanso, la salud, el deporte, el silencio incluso, son elementos que protegen la lucidez sin la cual ninguna decisión sale bien. Parece una obviedad, pero muchos profesionales descubren tarde que su mejor herramienta de rendimiento no es un software, ni un plan de marketing, ni una gran inversión, sino su equilibrio emocional.

Entre la ambición y la vida cotidiana.

La ambición no está reñida con la serenidad. Crear empresa, liderar equipos, asumir responsabilidades o desarrollar proyectos exige intensidad, sí, pero no exige perder la vida por el camino. El equilibrio entre la exigencia empresarial y la vida cotidiana es un arte que se aprende con los años. No existe un manual, pero sí una fortaleza que se va formando a través de cada decepción, cada logro, cada renuncia y cada avance inesperado.

Con el tiempo, uno deja de interpretar todos los movimientos del tablero como una afrenta personal. Empieza a reconocer las estrategias, a anticiparse, a protegerse y, sobre todo, a diferenciar lo que forma parte del juego de lo que pertenece a la esencia de la vida. Esa madurez permite trabajar con más inteligencia, decidir con más calma y reaccionar con menos desgaste.

Lo que realmente permanece.

Al final, cuando quitamos el ruido, las tensiones de agenda, las urgencias que parecen decisivas y las reuniones que ocupan más tiempo del que merecen, solo queda lo esencial: la capacidad de construir sin rompernos.

La capacidad de aportar sin desdibujarnos. La capacidad de seguir siendo profesionales sin dejar de ser personas. Quizá esta sea la recomendación más valiosa para quienes están empezando o para quienes, después de muchos años, sienten que el tablero les ha desgastado más de la cuenta: no se expongan más de lo necesario, protejan su núcleo personal, generen valor sostenible y recuerden que su bienestar no depende del siguiente movimiento corporativo, sino de la estabilidad que construyen fuera de los focos.

Una conclusión necesaria.

Con el tiempo, todos vamos entendiendo que las empresas no son templos ni trincheras, sino escenarios. Escenarios donde uno entra, aporta, aprende, se equivoca, crece y, llegado el momento, se mueve a otro lugar del tablero. Lo fundamental es no perder la perspectiva de lo que realmente importa: la vida fuera del juego, la gente que camina a nuestro lado, los pequeños hábitos que dan sentido a los días, los espacios donde no hay ruido ni exigencia, solo presencia.

Tal vez ahí esté la verdadera lección de todo esto. Una lección que mezcla madurez, realismo y un toque inevitable de humor. Porque después de tantas estrategias, sacrificios, decisiones difíciles y movimientos inesperados, todos terminamos llegando a la misma conclusión, esa que se pronuncia con una media sonrisa y una claridad tranquila: que hay que disfrutar del camino, que hay que vivir con más calma de la que a veces permite el tablero y que, por más romanticismo o ambición que pongamos en lo que hacemos, hay algo que nunca cambia.

Que, al final, business is business

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