Tras casi dos años desde el estallido de la pandemia, el año 2021 cerró en España con el IPC de diciembre disparado al 6,7%, tocando máximos de 1992. En aquel momento, ya se recogían los frutos de los estímulos monetarios introducidos por parte de los Bancos Centrales, que permitieron a los Gobiernos endeudarse para implementar programas de estímulo fiscal. A ello se sumó el disparo de la demanda de productos y los cuellos de botella derivados del colapso en las cadenas de suministro.
Así, si bien no había llegado el agravante de la invasión a Ucrania, ya se hablaba de crisis energética y subida de precios en el resto de la cesta de bienes y servicios. Este desolador panorama económico supuso un duro golpe para el tejido productivo. Según datos del DIRCE, el número total de empresas activas en España a 1 de enero de 2020 era de 3.404.428. Si se analiza la evolución del número de empresas durante el primer año de la pandemia, en España se perdieron 37.858, lo que en términos relativos se traduce en una caída del 1,11%. El escenario se recrudeció aún más en Canarias, donde el número de empresas a 1 de enero de 2020 ascendía a 152.756, pero solo 147.999 sobrevivieron al primer año de incertidumbre y restricciones. En otras palabras, la caída del número de empresas activas en Canarias fue del 3,11%, casi tres veces mayor que la cifra nacional.
Haciendo referencia al año anterior al inicio de la pandemia, se puede apreciar que el número de empresas activas en el conjunto del Estado era de 3.363.197. Por lo tanto, los datos estatales reflejan que, desde el 1 de enero del 2019 hasta la misma fecha del año 2021, la evolución del número de empresas fue positiva. En cambio, en Canarias, la misma comparación resulta en una caída del 2,41%. En lo relativo a la estructura del tejido empresarial según el número de asalariados con los que cuentan las empresas, se observa mayor presencia de aquellas que no cuentan con asalariados, tratándose de un 55,20% a nivel nacional y un 54,80% en el Archipiélago, seguido de las que tienen entre 1 o 2 asalariados, con un 27,03% y 25,10%, Estado y Canarias respectivamente. En la comparación entre enero de 2020 y el inicio del año 2021, en el ámbito nacional se distingue que la pérdida de empresas se produjo en todas las categorías clasificadas por número de asalariado, excepto en las que tienen entre 200 y 249 asalariados, así como entre 1 y 2 asalariados.
En Canarias, ocurrió lo mismo en el último estrato, habiéndose producido un incremento de 938 empresas que cuentan con 1 o 2 asalariados. La dinámica del tejido empresarial desde el estallido de la pandemia evidencia la necesidad de impulsar la actividad económica. Siendo la inversión la clave para que la economía española se recupere -especialmente ahora, concluida la compra de bonos por parte del BCE-, sería conveniente que las autoridades se comprometiesen a efectuar una reforma fiscal que convenza a los inversores de que España reducirá su déficit. Para ello, es primordial que se implementen medidas que apuesten por una fiscalidad diseñada sobre la capacidad y proporcionalidad inherente a la economía y reduzcan el gasto ineficiente.
Esta es la fórmula necesaria para generar crecimiento económico y, a su vez, impulsar el tejido empresarial como fuente de creación de empleo. Con lo que respecta a Canarias, debe advertirse que las restricciones vinculadas al COVID-19 afectaron especialmente al sector turístico y, con ello, al principal motor económico de las islas. De ahí, la dureza de las cifras de empresas perdidas en el Archipiélago. Para revertir esta situación, es importante que se mantengan las particularidades tributarias ventajosas de las islas y se apueste por la descentralización. La competencia fiscal no solo permite que Canarias ajuste el diseño de sus impuestos a las especificidades de su territorio en función de su estructura económica, empresarial y social, sino que también favorece la eficiencia y competitividad entre regiones. Esto es importante, porque cuando una autonomía asume la gestión de la política fiscal, se compromete a hacer un uso más eficiente y racional de sus recursos, pudiendo así converger con las autonomías más ricas. En definitiva, la pérdida de empresas, con la consecuente destrucción de empleo, evidencian la necesidad de contar con una reforma que priorice la eficiencia y una fiscalidad diseñada sobre la capacidad y proporcionalidad inherente a la economía.