En marzo de 2020, cuando se paralizó la actividad vital, personal, social, cultural, política, institucional y económica de medio mundo por la irrupción en la agenda global de la pandemia generada por el ya archiconocido coronavirus, parecía que la institucionalidad, la política, la sociedad y el empresariado canario entendía que no podíamos volver a poner todos los huevos en una misma cesta turística, con el riesgo de que esta volviese a caer y con ella se desparramasen nuestras claras y yemas tostadas por el sol subtropical.
Por aquel entonces, muchas voces académicas, empresariales y sociales comenzaron a hablar, entre otras cuestiones, de la necesidad de incentivar la economía digital, como una forma de reducir la dependencia frente al exterior, hacer más resiliente al empresariado canario y diversificar nuestro frágil modelo productivo de monocultivo turístico de masas.
No había pasado un mes cuando ciertos espacios políticos salieron en tromba para cumplir el mandato, pero no se les ocurrió mejor cosa que allanar el terreno, mediante promociones sufragadas con fondos públicos, para que decenas de miles de trabaja- dores en remoto, los denominados como “nómadas digitales”, aterrizasen de forma masiva en el archipiélago canario, cargando sus portátiles, sueldos europeos, apetito por la playita, el buen tiempo, buen royito canario, la slow life, los smoothies, las cupcakes, el yoga, Guanarteme, Corralejo, la Isleta, Puerto de La Cruz, Teguise y Fuencaliente.
A día de hoy, se calcula que hay entre 60.000 y 100.000 nómadas digitales asentados en las Islas Canarias, con la consiguiente gentrificación de nuestros barrios y pueblos, el desplazamiento de la población local, incremento de la demanda de vivienda, aumento de precios en materias básicas, sobrecarga de las redes de saneamiento, agua, electricidad y residuos, presión en los servicios públicos y espacios naturales, mayor colapso de la infraestructura viaria, transformación cultural e identitaria de las vecindades y comunidades y, para mayor vergüenza, escasa contribución mediante impuestos directos a nuestras deficitarias arcas públicas, toda vez que sus residencias fiscales o principales actividades económicas se encuentran a miles de kilómetros de nuestro archipiélago.
La nula visión estratégica de ciertos espacios políticos y turísticos nos ha llevado a que, teniendo un enorme potencial de crecimiento en torno a las economías digitales y la capacidad del tejido productivo canario de producir, comercializar y distribuir servicios y productos a través de las tecnologías de la información y comunicación, se siga promocionando con dinero público a las Islas Canarias como “el mejor destino del mundo para teletrabajar”.
En el anterior artículo de esta serie que estamos denominando como “contratación pública autocentrada en Canarias” afirmábamos que, a pesar de que las licitaciones han de configurarse de forma abierta para que puedan presentarse a ellas empresas y personas trabajadoras autónomas del resto del Estado español, de la Unión Europea e incluso terceros países con los que se mantienen acuerdos, las Administraciones Públicas Canarias tenían que ser capaces de establecer mecanismos estratégicos de ‘territorialidad’, utilizando los propios instrumentos que se establecen en la normativa, como la adscripción de medios materiales y personales, los criterios de adjudicación que valoran la proximidad, condiciones especiales de ejecución sociales o medioambientales bajados a las islas o que se exija la presencialidad en las prescripciones técnicas durante la ejecución del contrato.
Sin embargo, en esta ocasión vamos a “desdecirnos” del arraigo territorial, dándole la vuelta a la tortilla para aprovecharnos del marco aperturista y de libre competencia que nos brinda la legislación estatal y de la Unión Europea, es decir, que teniendo en cuenta que en muchas ocasiones los servicios que requieren las Administraciones Públicas situadas fuera de las Islas Canarias no exigen la presencialidad, debemos ser capaces de generar un mapeo estratégico de todos aquellos sectores productivos en los cuales las empresas y personas trabajadoras autónomas de nuestro archipiélago puedan adjudicarse suculentos contratos públicos.
Así, imagínense la ristra de ámbitos económicos en los que podrían prestarse estos servicios, como todo tipo de consultoras medioambientales, estratégicas o empresariales, agencias de comunicación, publicidad, relaciones públicas y marketing, asesorías jurídicas, fiscales y contables, gestorías laborales, auditoras, despachos de arquitectura e ingeniería para la redacción de proyectos, empresas de informática, programación o desarrollo web, agencias de viaje, selección de personal, multiservicios, medios de comunicación, mercadotecnia, análisis social o político, telecomunicaciones y tantas otras similares a las anteriores o que no exijan la presencialidad para su ejecución.
La transformación de nuestro modelo productivo no reside en hallar fórmulas mágicas, reventar nuestro frágil y vulnerable territorio con centrales hidroeléctricas, huertos solares y molinos en mar y tierra, hacer prospecciones petrolíferas, extraer tierras raras o, simplemente, seguir apostando por la construcción de circuitos de fórmula 1, levantar nuevas decenas de hoteles o traer a otros 100.000 nómadas digitales, —todo de forma sostenible, por supuesto—, sino de ser capaces de buscar nuevos nichos de mercado, plantear modelos estratégicos, autosuficientes y soberanos de producción económica y de fijarse en los casos de éxito de nuestros archipiélagos hermanos.
En definitiva, transformar nuestro modelo productivo mediante el potenciamiento de las economías digitales, con la consiguiente internacionalización de las empresas y personas trabajadoras autónomas canarias, está a nuestra alcance. Solo falta un pisquito de voluntad política y empresarial. A lo mejor podríamos consultarle a algún nómada digital cómo podríamos hacerlo.