Náufrago en tierra firme.
Hay días en los que me siento como un marinero varado en tierra firme. Como si todo lo que soy, todo lo que he aprendido, todo lo que creo, no tuviera cabida en esta costa de políticos de traje planchado y discursos vacíos. Como si la brújula que llevo dentro —esa que siempre apunta al norte de la decencia— se volviera inútil entre tanto mapa falso, entre tanto puerto que solo acoge a quienes se arrastran.
No es fácil explicar esta sensación de desubicación. Es como si estuviera viviendo en un decorado. Como si hubiese naufragado en una tierra que me llama compatriota, pero que me mira como un extraño. Porque cuando eliges hablar claro, cuando decides no vender tu voz ni hipotecar tu alma, te vuelves incómodo. Te vuelves ruido. O peor: te vuelves silencio, porque ya ni te nombran.
Y, aun así, aquí estoy. De pie sobre la arena, con la sal del mar pegada a la piel, y con esa mirada de quien ha sobrevivido a varias tormentas. Porque, aunque me hayan querido arrastrar, aunque hayan intentado ahogarme en sus juegos de poder, sigo respirando. Sigo creyendo. Sigo observando.
Hay algo profundamente solitario en mantenerse íntegro en un mundo que premia la estrategia por encima de la bondad. Algo profundamente bello también. Porque ser náufrago no es estar perdido. A veces es simplemente no querer pertenecer a un continente que no reconoce tu idioma.
Y si me ves callado, no es rendición. Es que estoy escuchando las olas por dentro. Estoy preparándome para volver a zarpar.
Contra el oleaje del sistema.
Luchar contra el sistema es como remar a contracorriente con una cuchara de palo. El mar te escupe, te arrastra, te prueba. Y lo peor no es la fuerza de las olas, sino el momento en que empiezas a darte cuenta de que algunos marineros prefieren hundirse en barcos llenos de privilegios antes que nadar hacia la costa de la verdad.
Porque el sistema —este sistema político enfermo de ego, de apariencias, de pactos envenenados— tiene una maquinaria muy bien engrasada. Y cuando alguien aparece con una voz distinta, con una intención que no está contaminada, el sistema no discute: ataca. No con espadas ni con cañones, sino con algo más sutil y peligroso. Te lanzan rumores. Te aíslan. Te desgastan. Te silencian con una sonrisa y un café.
He sentido ese oleaje muchas veces. Y no porque haya hecho algo mal, sino precisamente por haber hecho las cosas bien. El precio de intentar ser coherente, de poner límites, de decir “esto no lo firmo”, es altísimo. Porque aquí no te castigan por robar. Te castigan por no participar en el robo.
Y, sin embargo, uno resiste. Con el alma como vela, aunque esté rota. Con la dignidad como timón, aunque tiemble. Porque no hay nada más peligroso para un sistema corrompido que una persona que no le debe nada, que no se debe a nadie más que a su conciencia.
Seguir remando cuando sabes que la corriente te va a dar la vuelta es una forma de rebeldía. Es una manera de decir “no me he ido, sigo aquí, aunque esté empapado”. Porque a veces, la única victoria posible es no perderte a ti mismo.
El ancla es la conciencia.
Hay un momento en el que, en medio de la tormenta, entiendes que no puedes contro- larlo todo. Que no puedes evitar que el mar se enfurezca, que los vientos giren o que las sombras te rodeen. Pero sí puedes decidir dónde echar el ancla. Y yo, por encima de todo, he elegido anclarme a mi conciencia.
Esa voz interior que no sale en las encuestas, que no se compra con favores, que no se vende por una silla. Esa voz que a veces duele porque te obliga a ser coherente cuando sería más fácil ceder. Esa voz que no grita, pero que pesa. Que no aplaude, pero que sostiene.
En los momentos más oscuros, cuando todo parece temblar, lo único que me mantiene en pie es saber que no traicioné lo que soy. Que no hice daño por trepar, que no mentí para agradar, que no maquillé mis decisiones para quedar bien en la foto.
A veces me preguntan cómo aguanto. Cómo sigo creyendo. Y la respuesta es simple: aguanto porque no me he soltado a mí mismo. Porque sigo unido a esa parte de mí que no negocia con la mentira. Porque, aunque haya días en los que me derrumbe, no me he defraudado.
El ancla no es la fama, ni el poder, ni el reconocimiento. El ancla, cuando de verdad el mar se pone bravo, es saber que tu historia la puedes contar con la frente alta. Y eso, aunque duela, aunque te deje solo, es la forma más pura de libertad.
Dejarlos que bailen sobre mi tumba.
Que lo hagan. Que bailen. Que se rían. Que celebren mi caída como si eso los elevara a ellos. Que me nombren en sus susurros, en sus pasillos oscuros, como el que se fue, como el que no supo jugar, como el ingenuo. Que bailen sobre mi tumba, si eso los hace sentir vivos.
Pero que no se equivoquen: no estoy muerto. Estoy de parranda. Reuniendo trocitos. Recogiendo velas. Reuniendo a mi tripulación. Curando las heridas que este sistema ha intentado abrirme con su falsa cortesía y su hipocresía de despacho.
Porque hay algo que ellos no entienden. Y es que a quienes ven como vencidos, muchas veces solo están de vuelta. Los que callan no siempre se rinden. Los que se apartan no siempre se esconden. A veces, el mayor acto de poder es decir “no quiero seguir jugando a esto”. A veces, la mayor revolución es cerrar la puerta con una sonrisa y marcharse por el muelle sin hacer ruido.
Y mientras ellos se reparten los restos de un sistema que hace aguas, yo me reconstruyo con amor. Con verdad. Con silencio fértil. Con gente que no necesita puestos para tener poder, ni escaparates para brillar.
Que bailen, sí. Que disfruten el momento. Pero recuerden: no todas las tumbas guardan cadáveres. Algunas protegen fuego. Y hay fuegos que nunca se apagan.
El mar sigue ahí.
No me fui. Solo cambié de viento. No abandoné el timón, solo decidí que había rutas que no merecían mi travesía. No me rendí: me rendí a la paz, que no es lo mismo.
He aprendido a leer los mapas que no se ven. A confiar en las corrientes invisibles. A remar en soledad sin perder la alegría. Porque el mar, al final, es de quienes saben escuchar su música, no de quienes gritan desde la orilla.
Y mientras el ruido allá fuera sigue, yo sigo viajando. A veces en silencio. A veces con el corazón abierto de par en par. Sin redes. Sin cadenas. Sin pactos. Pero con la certeza de que cuando haces las cosas bien, el mar siempre te devuelve lo que es tuyo. No cuando tú lo quieras. Sino cuando estés listo para volver a navegar.
Y que no se olviden los que hoy creen tener el poder, que no todo lo que flota es oro. Que no todo lo que brilla es faro. Que hay marineros que parecen haberse hundido… pero solo han bajado a rescatar su dignidad del fondo.
Marineros somos y en la mar andamos.