Hace unos meses, participé en un proceso de selección. Hasta ahí, todo normal. Lo sorprendente fue que la entrevista no me la hizo una persona. Me la hizo una Inteligencia Artificial.
Una pantalla, una cámara, un micro… y una voz robótica lanzando preguntas una tras otra. No había nadie al otro lado. No había feedback. Ni gestos, ni sonrisas, ni contexto. Solo preguntas frías, cronometradas, impersonales.
Confieso que no terminé la entrevista.
¿Por qué? Porque no me sentí cómoda hablando con una máquina. Porque para mí una entrevista no es un interrogatorio, es una conversación. Y aunque sé que se trataba de un filtro inicial, para mí fue suficiente para saber que ese no era mi lugar.
Esto me hizo reflexionar: ¿estamos realmente avanzando o retrocediendo? No quiero ser injusta. La IA ofrece ventajas reales en el proceso de selección. Agiliza las cribas, permite entrevistas asincrónicas, reduce tiempos y, bien programada, puede ayudar a eliminar ciertos sesgos humanos. Para empresas que reciben miles de candidaturas, es una herramienta potente para ahorrar tiempo y recursos.
Pero me pregunto: ¿Puede un algoritmo detectar la pasión en la voz? ¿Reconocer la autenticidad en una historia? ¿Valorar la humildad o la actitud de superación?
¿Dónde queda la escucha activa, la empatía, la adaptación de la conversación en tiempo real? ¿Quién interpreta el contexto cultural, personal o emocional detrás de una respuesta?
Y lo más preocupante: ¿quién ha entrenado a esa IA? Porque si se ha alimentado con datos sesgados (y sabemos que muchos lo están), corremos el riesgo de amplificar injusticias en lugar de resolverlas.
Además, la experiencia del candidato importa. Y mucho. Una entrevista debería ser también una oportunidad para que la empresa seduzca, no solo para evaluar. Si desde el primer contacto lo que ofrecemos es frialdad, anonimato y rigidez… ¿qué mensaje estamos dando sobre nuestra cultura?
Como profesional de Recursos Humanos, entiendo el valor de la tecnología y de innovar. Pero también sé, porque lo he vivido en múltiples países, culturas y sectores, que las decisiones de talento son profundamente humanas.
Contratamos por actitud, por potencial, por valores. Y muchas veces, lo que marca la diferencia no está en el currículum, sino en una mirada, en un silencio bien gestionado o en una historia personal contada desde la emoción.
No es una cuestión de nostalgia. Es una cuestión de eficacia. Porque si queremos construir equipos comprometidos, diversos y alineados, necesitamos algo más que datos. Necesitamos conexión.
Por eso creo en un modelo híbrido. Usemos la tecnología para lo que hace bien: filtrar, organizar, analizar datos. Pero dejemos espacio a las personas para lo que hacemos mejor: interpretar, conversar, decidir con criterio.
Una entrevista debería ser un espacio para escuchar, comprender y construir confianza. Si sustituimos ese momento por un test impersonal, ¿cómo vamos a atraer al talento que realmente queremos?
Y, es más, ¿cómo podemos decidir si alguien es el adecuado para nuestra organización sin ni siquiera haberle mirado a los ojos?
Porque el problema no es que la IA entre en RRHH. El problema es que entre sola.
La tecnología nos ayuda a ser más eficientes, sí, pero en mi opinión nunca debe reemplazar la esencia de nuestra profesión: personas que eligen personas.
No se trata de elegir entre humanos o máquinas. Se trata de usar bien cada herramienta y de no olvidar nunca que una buena conversación sigue siendo insustituible.
En un mundo que corre hacia la automatización, quizás la verdadera ventaja competitiva esté en aquello que ninguna IA puede replicar: la capacidad humana de conectar con otra persona de verdad.
Así que sí, la IA ha llegado para quedarse. Pero la decisión de cómo la usamos… esa, por suerte, sigue siendo humana.